Ya no soy amigo de los centros comerciales. De hecho, evito entrar en ellos a menos que sea estrictamente necesario. Recientemente, tuve que visitar uno después de más de una década sin pisar. La razón era práctica: necesitaba comprar una cuna para mi nieto y, tras una búsqueda fallida en otros comercios, me vi obligado a adentrarme en este universo de luces frías y vitrinas interminables.

Al caminar por los pasillos, me invadió la misma sensación de desapego que siempre he tenido hacia estos lugares. No encontré encanto en sus espacios. Sentí que ya no son un sitio de encuentro. Y, sin embargo, había gente. ¿Qué los atrae? ¿Es la costumbre, la comodidad o la falta de opciones en sus barrios?

Recuerdo que, hace unos 10 años, salir a un centro comercial era casi un evento familiar. Se trataba de una salida planeada, donde se podía comprar, comer y hasta ir al cine. Hoy, con la posibilidad de hacer casi todo esto desde casa con solo unos clics, me pregunto si estos espacios tienen aún algún propósito real en la ciudad contemporánea. La respuesta no es sencilla, pero es claro que los hábitos de consumo han cambiado, y con ellos, los espacios que frecuentamos.

Un modelo en declive

Hace años, los centros comerciales representaban el epicentro de la vida urbana. Eran más que lugares de compra: eran puntos de encuentro, refugios climáticos y hasta destinos turísticos. Pero la ciudad ha cambiado, y con ella, nuestras costumbres. Hoy, la calle ofrece mejores opciones. Cafés acogedores, pequeños restaurantes con identidad, librerías independientes y mercados locales han demostrado que el comercio puede ser una experiencia cercana y con carácter.

No soy el único que se siente así. Muchos han migrado hacia un estilo de vida que privilegia lo auténtico. Comprar en línea es más eficiente, y cuando se busca una experiencia social, las plazas y las calles vibrantes ofrecen mucho más que los corredores artificiales de un centro comercial.

Otra razón de este declive es la falta de diferenciación. Es difícil encontrar un centro comercial que realmente se distinga de otro. Las mismas marcas, los mismos diseños arquitectónicos, la misma frialdad en su disposición. A medida que las ciudades buscan recuperar su esencia a través de espacios abiertos y dinámicos, los centros comerciales parecen quedar atrapados en un modelo anacrónico.

A pesar de mi escepticismo, reconozco que los centros comerciales pueden tener futuro si se transforman. Deben dejar de ser cajas cerradas y convertirse en espacios vivos, integrados con la ciudad. En otros países, ya vemos ejemplos de centros comerciales que incorporan parques, galerías de arte, espacios de coworking y una oferta gastronómica que escapa de las grandes cadenas. Esa es la única manera en que podrían volver a ser relevantes.

En ciudades como Nueva York, por ejemplo, la vida comercial no está encerrada en edificios climatizados, sino que se despliega por calles vibrantes donde cada tienda, café o restaurante ofrece algo distinto. Quizás es ahí donde radica la diferencia: los centros comerciales han olvidado que las personas buscan experiencias, no solo lugares para gastar dinero.

Si los centros comerciales no evolucionan, corren el riesgo de convertirse en elefantes blancos, enormes estructuras sin sentido en un mundo que ya no los necesita como antes. Pero si logran integrarse con la vida urbana y ofrecer algo más que tiendas, quizás aún tengan oportunidad.

Tal vez la solución no sea eliminarlos, sino reinventarlos. ¿Podrían transformarse en centros culturales? ¿En espacios de encuentro donde el arte, la música y el comercio independiente tengan cabida? Si lograran romper con la monotonía, quizá volverían a tener sentido.

Por ahora, seguiré evitando los centros comerciales. La ciudad, con sus calles llenas de vida y sorpresas, me ofrece mucho más de lo que cualquier pasillo climatizado podría darme.